Ay...


Cuando leo sobre las vidas de los santos, especialmente aquellas cuyas palabras les son propias, no puedo contener las lágrimas al constatar la inconmensurable distancia entre los cristianos de hoy en dia y los de otras épocas. Es de maravillarse el ver la conciencia clara que tenían aquellos acerca de la redención y la salvación de su propia alma y el deber que tenían sobre la salvación del resto de las almas. Era una luz clara iluminando sus conciencias y corazones. Se puede constatar leyendo sus escritos e historias la acción del Espíritu Santo en la vida cotidiana de laicos, religiosos y sacerdotes. Y se puede ver la docilidad con que aquellos cristianos respondían a sus mociones. Y no hablo de antiguas leyendas de santos donde se mezcle lo mítico con lo histórico en un afán literario por exaltar héroes religiosos. Hablo de cristianos de los últimos siglos cuyos escritos están a salvo de aquellos intereses políticos o literarios. Basta leer a Teresita de Lisieux o a Francisco Javier, para constatar que la distancia que nos separa supera ampliamente la mera sumatoria de años o siglos históricos.

Antes, la salvación de la propia alma era el condicionante de todas las decisiones de vida. Y aún en la conciencia de las propias debilidades y pecados la luz de la fe era ancla segura para volver a puerto. La certeza de que no hay otro Nombre por el que debiera salvarse un hombre, sino sólo Jesucristo, el Hijo de Dios, era una Verdad inconmovible aún para quienes decididamente habían apostatado o desesperado de la misericordia infinita de Dios.

¿Qué pasó en tan pocos años y en apenas dos siglos? Los intelectuales cristianos sabrá explicar las causas en el Iluminismo del XVIII, el Liberalismo del XIX o el marxismo del XX, pero lo cierto es que los cristianos hemos asistido a nuestro invierno espiritual mientras nos calentaban a fuego lento como rana destinada a ser servida en los platos del mundo.